Hoy Azucena se despertó extraña. Las sombras juegan a ser luces mientras los dedos deformes de ella se proyectan en un piso gris cemento que abriga un poco más que la nieve. La boca pastosa de días de madrugar y las rodillas trabadas por el frío la succionan para que se estanque en la horizontalidad, que lucha con la cama que la echa, clavándole un resorte en la cadera.
Se levanta cuando la luz atropella el marco gastado de la ventana. Sentada en la cama comienza a vestirse, prenda por prenda, hasta completar el vacío de su desnudez.
Marcha a la cocina que está brillante pero oscura. En la pileta enjuaga su cara con agua fría. Prepara café. Toma una taza que dejó ayer arriba de la mesa, se acerca a la cafetera y se sirve; corta el café con un poco de leche; revuelve y mezcla marrón y blanco que se funden. De pie, bebe. El cielo está a punto de quebrarse en dos grises distintos cuando pequeñas gotas la salpican. Cierra la canilla y prende el fuego en la hornalla.
Mete la nariz en la bolsa de pan aspirando hasta ahogarse. Elige el más grande y en la mesa lo corta en rodajas del mismo tamaño. En el fuego empieza a calentarse leche con azúcar. La cafetera avisa que se recalentó el café. Busca una taza. ¿Verde o celeste? Celeste, le combina con los ojos. La llena de los líquidos y toma un plato donde coloca las tostadas de forma tal que ninguna sobresalga. En la bandeja acomoda la taza con el plato. Agrega la manteca, el dulce de leche y el de higo, recién preparado ayer. Busca la servilleta celeste en el cajón a la izquierda de la pileta y está sucia. Olvidó lavarla. Toma la servilleta verde y cambia la taza. Vuelca la leche azucarada en la taza verde y sale con la bandeja en la mano.
Golpea. Adelante. Blas estaba rodeado de sábanas y colchas rellenas con plumas que imagina blancas; el cielo acentuaba sus ojos celestes agrisados. Deja la bandeja en la mesa entre la jaula del ibis sagrado africano y el mapa de Australia totalmente desplegado. Blas ametralla las nubes con los ojos, las carga de energía para que se caigan. Mira la bandeja sin verla y vuelve a su tarea de observador. Ella, mientras cuenta los rulos perfectos que caen sobre las orejas del muchacho, se va silenciosamente. Baja las escaleras con la guarda gris de la pared que la acompaña.
Entra en la cocina; desde afuera, un torrente de agua le da la bienvenida. La ventana se empapa, se empaña y se empeña en no mostrarle el patio. Los pequeños fragmentos caen y forman globitos en los charcos marrones que se parecen al chocolate caliente para la fondue del sábado. Los globitos son lluvia para todo el día, si no para al mediodía, no para más.
Toma su taza y la lava con mucha espuma; algo raspa uno de sus dedos y lo lacera. Ve la grieta donde falta un pedacito del ala del águila que lleva años allí pintada; ve la sangre y se resigna. Piensa cómo cocinar el pollo, si asado o al horno. Pela papas y batatas y las apila en un plato y las rocía con sal. Son las once Sale y toma la escalera. Golpea, no hay respuesta. Abre la puerta y toma la bandeja. Blas se estiraba colgado del alféizar de la ventana, tan blancos los dos, tan pulcros; había echado a volar a su cigüeña que se confundía ahora con las nubes; si él olara, si él pudiera volar, desaparecería de la vista. Ella mira orgullosa e se marco que
con tanto esfuerzo lijaba los primeros domingos de cada mes, mientras él viajaba
millas y kilómetros en sus mapas. Ayer había limpiado su brújula para que pudiera verse reflejado en ella. Las jaulas invadían el piso de la habitación, y Azucena las limpiaba cada tarde contando la cantidad de semillas derrochadas al caer.
Sale del cuarto con la bandeja intocada por Blas; la acompaña el golpe de las gotas contra las ventanas del pasillo. Blas contaba las gotas que resbalaban por el cristal y que, crueles, lo mojaban. Las paredes, que carecían de blanco, pues estaban tapizadas de los marrones y celestes de los mapas que colgaban de ellas, hoy extrañamente no le bastaban.
En la cocina toma el pollo y le corta las alas inútiles e insulsas, que arroja al mismo tacho en que están las plumas blancas y amarillas. Mientras lo rehoga en aceite hirviendo, recuerda el color amarillo de las plumas del gavilán que ayer la había picoteado cuando aseaba la jaula; se acordó, también, del pelo rubio del Blas que con los años se volvía más y más amarillo, pero nunca dejaba de brillar. Cuando era bebé, olía a caramelo y nunca tiraba de sus trenzas cuando lo alzaba. Son las doce. Mete el pollo al horno y prende una hornalla con un jarro con agua. Elige la taza amarilla y la acompaña con un saquito de té. Vuelca el agua caliente en ella y busca la servilleta amarilla en el cajón que está a la izquierda de la pileta. Sale
de la cocina con la bandeja entre las manos. Las gotas cada vez más ruidosas molestan a los pasos fornidos de Azucena. Entra en la habitación y deja la bandeja a los pies de la cama. Blas duerme. Recoge el plato con mermeladas y dulces que ha olvidado en el piso y choca la cabeza con un libro de "turismo aventurero". Se lo lleva con ella. Vuelve a la cocina a terminar el almuerzo.
Bajo la canilla, las gotas rozan sus yemas y poco a poco las mojan con una intensidad disfrazada que apenas se distingue del beso de un bebé. Tan iguales a las del patio, que caen como si no supieran que van a encontrarse con el chocolate del fondue del sábado. Azucena termina y se sienta a la mesa y con un dedo abre la tapa del libro y encuentra lo que ella quería: una pluma negra que brilla en distintos colores. De un lado es suave, pero por fuera resulta áspera. Un ruido seco la estremece y abandona la pluma. La ventana sigue empañada, aunque ya casi no llueve. Un olor a caramelo inunda su nariz. Afuera brillan los rulos inertes y postreras gotas enternecen los ojos celestes agrisados que se empeñan en seguir inútilmente abiertos. El pollo estaba listo.
MM.
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